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Tres fantasmas y un naufragio
Pero el destino tenía deparado al matrimonio un desenlace terrible. La carta llegó a Salas, y llenó de felicidad a Lucinda y a sus hijas, que prepararon el equipaje y viajaron hasta Barcelona para embarcar en un moderno vapor que hacía las Américas. En uno de esos días, Fernando regresaba a su domicilio cuando fue asaltado y asesinado a navajazos. Cuando su cuerpo fue llevado a la morgue, descubrieron con horror que en su pecho habían tatuado la palabra ‘venganza’.
Según cuenta Starkie, fue el propio hermano Saturio, a la sazón primo lejano de Fernando, quien recibió un telegrama que le informaba de la muerte de aquel a la vez que solicitaba informara a la mujer de lo sucedido. Cuando fue a hacerlo, ya era tarde: las tres habían abandonado Salas rumbo a América.
Así que estamos de nuevo a bordo del Valbanera, que hizo escala en Valencia, Málaga, Cádiz y Las Palmas de Gran Canaria, de donde salió para afrontar la travesía transoceánica con 1.142 pasajeros y 88 tripulantes. Cuentan que al poco de abandonar el puerto canario, el barco perdió el ancla, hecho temido como un mal presagio por los hombres de mar. Mal fario que se cumplió en Cuba, segundo destino del Valbanera, unos cuantos días después. Tras dejar en Santiago de Cuba a cientos de pasajeros, continuó rumbo a La Habana, a cuyas costas llegó el día 9 de setiembre con 488 personas a bordo. Les sorprendió un huracán terrible.
Diez días más tarde, un guardacostas norteamericano halló los restos del barco. Ni rastro humano. El buque se fue a pique frente a los cayos de Florida. El oscurantismo impidió confirmar la lista de desaparecidos, como si Lucinda y sus hijas fuesen fantasmas de una historia irreal. Dicen que todavía hoy, cuando baja la marea, los restos del Valbanera emergen a la superficie, y que pueden verse desde la costa, como el esqueleto de una pesadilla.
La actriz salense Raquel Sierra en El Correo de Burgos
Llegar a este momento no ha sido fácil, pero es la constatación de que los sueños se pueden convertir en realidad. Y no ha hecho más que comenzar. La historia de Raquel Sierra (Burgos, 1982) es digna de un guión televisivo.
Tenía quince años cuando su instituto planeó una excursión a la capital burgalesa para ver el reinaugurado Teatro Principal. «Cuando nos subieron al escenario, yo dije: 'Guau, quiero estar aquí'. Lo sentí sin más. Era lo que quería hacer. Fue una certeza».
Tan claro lo tenía que al día siguiente, en el recreo, pidió unas Páginas Amarillas para buscar un sitio donde empezar, un lugar donde aprender. No tenía ni idea. Encontró la Escuela Municipal de Teatro de Burgos, llamó al instante y su gozo cayó en un pozo cuando le dijeron que hasta los 16 años no podía entrar. Esperó. Pasó el verano y en cuanto tuvo la edad se plantó en la puerta con su madre.
No le importó coger todos los días un autobús al terminar las clases, hizo oídos sordos a la familia, aunque siempre contó con el aliento de su madre, que la iba a buscar las tardes que nadie del pueblo andaba por la capital. «Y más contenta que todo». Estas idas y venidas duraron tres años, los mismos que compaginó el instituto y las clases de teatro.